miércoles, 22 de abril de 2015

ULTIMA ENTREVISTA CON EL MARISCAL A. A. CÁCERES EN 1921

Andrés Avelino Cáceres y su última entrevista tras la Guerra con Chile
Martes, 21 de Abril 2015   
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Andrés Avelino Cáceres, héroe e ideólogo de la campaña de la Breña en el episodio clave y más doloroso de nuestra historia, la Guerra con Chile, brindó en 1921 su última entrevista donde habló de todo; anécdotas exquisitas de la gesta en los andes y un resumen de su vida política que lo llevó a ser presidente del Perú en dos oportunidades. Andrés Avelino Cáceres, héroe indiscutible y vencedor en Tarapacá dijo en su última entrevista en 1921 que el Perú pudo haber ganado la Guerra con Chile. Aquí las razones que esbozó.
Cáceres afirmó que el Perú pudo haber ganado la Guerra con Chile sin problemas y pese a la superioridad bélica del país sureño, sin embargo, hubo una razón fundamental por la que esto no se pudo conseguir. Una entrevista imperdible que le brindó al diario La Crónica el 27 de noviembre de 1921 por el 42 aniversario de la batalla de Tarapacá.
Aquí transcribimos la entrevista completa, rescatada por PortalPerú.
Mariscal, en el aniversario de la victoria de Tarapacá, demandamos de usted, el relato vívido de esa gloriosa acción.
Se anima el rostro venerable del anciano guerrero. Un relámpago encandila sus pupilas y alisándose, nerviosamente, las albas barbas puntiagudas, nos dice: Recuerdo la batalla, con absoluta precisión, y voy a relatársela, como si acabara de realizarse.
Y empieza el relato con voz emocionada:
Me encontraba yo, con mi división, en una de las calles de Tarapacá, tomado un rancho frugal, antes de emprender, con todo el Ejército y como lo habían hecho ya las tropas del general Dávila, la retirada hacia Arica, después del desastre de San Francisco, cuando mi ayudante que había distinguido al enemigo en la cresta de los cerros situados al Oeste de la ciudad, llegó corriendo a avisármelo. Al recibir esta inesperada noticia, estaba comiendo. Solté la pequeña cacerola que contenía mi ración, y procediendo con impetuosa actividad, ordené a mi división que se lanzara con la bayoneta calada, cerro arriba, para desalojar al enemigo.
Procedí rápidamente a dividir mis tropas en tres columnas: la primera y la segunda compañías formaban la de la derecha, que puse al mando del comandante Zubiaga, valiente y experto jefe; la del centro la constituyeron la quinta y sexta compañías, mandadas por el mayor Pardo Figueroa, distinguido jefe, también, y la de la izquierda quedó formada por la tercera y cuarta compañías que confié al mayor Arguedas.
Advertí a mis tropas que evitaran hacer fuego, mientras no hubieran alcanzado la cumbre, para economizar las municiones, que, por desgracia, eran muy escasas. Al coronel Recavarren, Jefe de Estado Mayor, le envié en comisión donde el coronel Manuel Suárez, que tenía el mando del batallón Dos de Mayo, para que hiciera, con sus fuerzas, igual distribución a las del Zepita, y se colocara a mi izquierda.
A poco, ya cuando mis bravos soldados se habían lanzado al combate, llenos de entusiasmo y de ardor bélico, el coronel Belisario Suárez toma sus disposiciones y los coroneles Bolognesi, Ríos y Castañón, se sitúan en sus respectivos emplazamientos.
El Zepita escala el cerro por el lado Oeste, con empuje irresistible desafiando los tiros que el enemigo descarga sin descanso sobre ellos. Se despliegan en guerrilla y sin detenerse, disparan incesantemente, a ciento cincuenta metros del enemigo, que cede al empuje de los nuestros. La columna Zubiaga, se lanza a la bayoneta sobre la artillería chilena y, audazmente, se apodera de cuatro cañones. Las columnas de Pardo Figueroa y de Arguedas, despedazan, entre tanto, a la infantería enemiga.
Perdón, Mariscal, en ese asalto, ¿qué acción notable de arrojo, de sus soldados, recuerda usted?
No puedo olvidarme del heroísmo del Alférez Ureta, de la compañía primera de la columna derecha, que inflamado por un ardiente entusiasmo patriótico y un coraje a toda prueba, se montó sobre un cañón chileno, lanzando estruendosos vivas a la patria. Tampoco me olvidaré nunca de un acto meritísimo del comandante José María Meléndez, veterano de la Columna Naval, uno de los primeros en unírseme en el asalto al enemigo.
Cuando derrotados los chilenos y cansados nosotros de perseguirlos infructuosamente, por falta de caballería; desfallecíamos de sed y de hambre, al extremo de que me vi obligado a humedecer los labios de algunos de mis soldados con pequeñas rodajas de un limón, que por fortuna llevaba en uno de mis bolsillos de mi casaca; el comandante Meléndez se presentó de repente y sin que yo pudiera explicarme su procedencia, cargando un barril de agua que aplacó la sed de esos valientes. Y como éste, tantos otros episodios de coraje y de entusiasmo.
Y destrozada la infantería y despojados los chilenos de su artillería, ¿qué pasó?
El enemigo así castigado en ese primer combate por los nuestros, huyó a la desbandada, pampa abajo, perseguido de cerca por los nuestros y acampó a una legua de distancia hasta juntarse con otro cuerpo chileno que vení­a a reforzarlos. Entretanto, mi caballo habí­a sido herido de un balazo y hube de detenerme, a mitad de jornada. Un oficial que habí­a encontrado una mula de un regimiento chileno, me la trajo y montado en ella, pude seguir la persecución.
Después de tres horas de refriega, tuvimos que contramarchar hasta el sitio donde había tenido lugar el primer ataque, porque mis tropas estaban rendidas por la fatiga de la acción. El general en Jefe Buendía me dio su enhorabuena por el éxito alcanzado por mi división. Pero en medio de la alegría del triunfo, hube deplorar profundamente la muerte de mis mejores tenientes: Zubiaga, Pardo Figueroa, mi propio hermano Juan… también rindieron la vida en el primer encuentro.
¿Y el segundo encuentro?
Reforzada mi división con el batallón Iquique que mandaba el inmortal Alfonso Ugarte, la Columna Naval de Meléndez, un piquete del batallón Gendarmes que mandaba Morey, una compañía del batallón Ayacucho con Somocurcio a la cabeza, una hora después se reanudaba la lucha en plena pampa hacia el SO de Tarapacá.
Primero se realiza un vivo combate de fusilería sostenido por ambas partes, con empeño. El enemigo es arrollado cinco veces, rehaciéndose, luego otras tantas. Entonces envolviendo el ala y el flanco izquierdo chileno que manda Arteaga, con mis tropas lo obligué a retirarse hacia el sur. El batallón Iquique llega a tiempo para rechazar a los granaderos chilenos que habían sorprendido al Loa y al Navales.
Sin embargo, antes, Arteaga trata de rehacerse en vano y nosotros cargamos otra vez con irresistible denuedo. En momentos que la victoria se decidía ya por nuestras armas, llegó Dávila con su división al trote (habí­an recorrido 12 kms. desde Huarasiña) y muy cerca del flanco chileno, aún jadeantes, le hace repetidas descargas de fusilería. Entonces yo aproveché para dar el definitivo ataque por el centro, que decidió la derrota de los chilenos que abandonaron el campo, dejando tras de sí sus 6 últimas piezas de artillerí­a Krupp, entonces la más moderna del mundo. Fue en ese momento –prosigue entusiasmado el Mariscal- cuando llamé al Capitán Carrera y, entregándole uno de esto cañones, le dije: “artillero sin cañones, ahí tiene Ud. una pieza para actuar”. Y a fe mía que supo hacerlo, disparando sobre la retaguardia enemiga que huía.
Eran las cinco de la tarde. La batalla había terminado después de nueve horas de reñida lucha. Sobre el campo quedaron muchísimos de mis bravos soldados junto con centenares de enemigos
Pero, le he relatado solamente la parte que me tocó desempeñar a mí, en la altura. Sin embargo Uds. deben saber que en la quebrada, Bolognesi, Castañón, Dávila y Herrera se batieron con ardor.
Fue un soldado de Bolognesi, Mariano de los Santos, quien se apoderó de un estandarte chileno. El enemigo es arrojado por esa parte hasta Huarasiña, después de vigorosos encuentros y ahí se reúne con los restos de la división Arteaga, que nosotros habíamos arrollado.
Al mismo tiempo, todo nuestro ejército se concentra, y reunidas todas las fuerzas perseguimos a los chilenos hasta más allá del cerro de Minta. Ya les he dicho que fue imposible barrerlos, como hubiéramos querido, porque la fatalidad que siempre nos acompañó en la guerra, quiso que no tuviéramos caballería. Y así, la victoria fue infructuosa, pues después de ella faltos de víveres y de refuerzos, hubimos de continuar nuestra retirada a Arica.
¿Cómo fue la batalla de San Francisco? 
Doloroso es el recuerdo: la falta de previsión, el espionaje chileno, la defección de Daza y su famoso cable: “Desierto abruma, ejército niégase seguir adelante”, el asalto frustrado, la muerte del Comandante Espinar al pie de los cañones chilenos, la catastrófica retirada nocturna…
¿Cuál fue la causa decisiva de la perdida de la guerra? 
La falta de organización militar y autonomí­a bélica, particularmente en municiones. Eso en cuanto al aspecto técnico, pero más allá, la discriminación racial fue determinante. No hubo armonía cultural ni polí­tica. La falta de organización militar, de cohesión, de armonía política.
Había patriotismo, había entusiasmo generoso, había valor y virtudes militares en nuestros soldados y en nuestros oficiales, pero también hubo mucha traición en los sectores pudientes.
¿Y en nuestros generales? 
También. Hubo demasiados generales, cuyos conocimientos y aptitudes no pudieron destacarse en la contienda, por falta de disposición de un comando totalmente politizado.
¿Pero, usted cree, que, sin esos defectos y deficiencias, hubiésemos podido ganar la guerra?
Con toda la superioridad numérica y armamentí­stica del ejército chileno, creo, firmemente que sí­. La desunión, el desatino, la ambición polí­tica y la carencia de identidad en los sectores acomodados nos perdieron.
¿Cuándo comenzó su carrera?
En 1854, acababa de estallar la revolución contra Echenique, provocada por los escándalos de la corrupción del guano. De todos los rincones del paí­s, se sumaban las adhesiones. En Ayacucho, mi tierra natal, don Ángel Cavero, uno de los vecinos del lugar, encabezó el movimiento rodeado de simpatí­a popular. Muchos jóvenes nos presentamos voluntarios a filas. Yo contaba 19 años, estudiaba en la universidad de Huamanga y era de los más entusiastas. Nos apoderamos de la gendarmerí­a. Luego llegó el ejército rebelde, en donde terminé de enrolarme. Entonces el general Castilla, a quien sin duda caí­ en gracia, me llamó a su despacho y me dijo: “¿Quiéres seguir la carrera?”, “Sí­, señor, es mi mayor deseo”, le contesté con aplomo. Entonces, me respondió, palmeándome la espalda, “serás un buen guerrero”.
¿Y el mariscal Castilla, cómo le trató a Ud.? 
Castilla, que me conoció desde la batalla de La Palma, me dispensó simpatí­a y apoyo. Tanto, que varias veces soportó mis engreimientos. Y eso que una vez me le sublevé.
¿Le hizo la “revolución”?
He querido decir que tuve un rapto de altivez. Fue cuando el Mariscal quiso formar el batallón “Marina”. Llamó a palacio a los oficiales escogidos de los distintos regimientos. Yo fui destacado del Ayacucho. Ya me habí­a conocido en La Palma y después en la campaña de Arequipa contra Vivanco. Pues bien, Castilla revistó uno a uno a todos los oficiales congregados y al llegar a mí, se detuvo observándome y me dijo: “¿Cómo se Ilama Ud. capitán?”. Me impresionó desfavorablemente el olvido que el mariscal habí­a hecho de mi nombre y le contesté: “Soy, excelentí­simo señor, el hijo de don Domingo Cáceres, cuya hacienda fue destruida por el general Vivanco, por haber sido leal a Ud. Estuve en la batalla de Arequipa, donde fui herido casi perdiendo un ojo; me llamo Andrés Avelino Cáceres”. “Hola, hola”, replicó el mariscal: “Con que Ud. es el capitán Cáceres, hijo de mi amigo don Domingo. Bueno, bueno, Ud. se quedará en su cuerpo”. Y me quedé en mi batallón Ayacucho, en el cual me habí­a iniciado y en el cual continué hasta que fui a Francia, como agregado militar.
Su cicatriz en la cara, Mariscal… 
Esta “condecoración” la recibí­ en la torna de Arequipa, en 1856. El Mariscal Castilla que habí­a acampado en las afueras, llevó a cabo, por varias noches, simulacros de ataque, que tení­an al enemigo en sobresalto. La noche que decidió darlo por cierto, me ordenó que avanzara con mi compañía y me apoderara de la 1ra. trinchera enemiga. Sin vacilar, ejecuté esa orden y sorprendiendo a los ocupantes, logré capturar la trinchera, regresando a dar parte al mariscal de mi cometido.
Entonces, Castilla me mandó: “siga Ud. avanzando sobre la ciudad, tomando las alturas hasta los conventos de San Pedro y Santa Rosa”.
Y, aunque pensaba que era una crueldad enviarme así­ al sacrificio, no dudé, y deslizándome por los techos fui avanzando hasta el primero de los conventos. No sé cómo logré saltar los innumerables obstáculos hasta de repente hallarme dentro de la bóveda, próxima a la torre. Por el camino había perdido a muchos soldados, muertos por descargas vivanquistas. Desde la torre de Santa Rosa, el fuego que se hací­a sobre nosotros era incesante.
Pero, los 2 cuerpos que formaban la 1ra. división del Mariscal Castilla habían desembocado por calles paralelas al convento y así­ cayeron sobre el atrio y el interior, obligando a los enemigos a abandonarla. Entretanto yo subí­a, con los mí­os, hasta la torre y ahí­ tuve que soportar el fuego desde la torre fronteriza de Santa Marta. Mientras, Castilla había penetrado al convento por otro lado. El coronel Beingolea, subió a la torre, creyéndola vací­a y se dio de bruces conmigo y mis soldados. Calcule Ud. la sorpresa de ambos, a punto de acribillarnos mutuamente. “Acabamos de tomar el convento”, me dijo; “Mi coronel: ya la habí­a tomado yo”, contesté. El coronel me abrazó y me anunció que harí­a conocer a Castilla esa hazaña. “Está ahí­ abajo, con todo el Ejército”, y se fue.
Yo continué haciendo frente al fuego de los de Santa Marta, y mostrando a mis soldados el blanco hacia el que debí­an disparar, un balazo me derribó cegándome. Me recogieron mis soldados y me bajaron al refectorio del convento, en donde el sargento Coayla y el cabo Huamaní­, me atendieron. Estuve privado del conocimiento. Cuando lo recobré hallé a mi lado al capitán Norris, uno de mis mejores compañeros, que me preguntaba qué deseaba. “Agua, muero de sed”, contesté. Al poco rato regresó con un plato de mermelada y una garrafa de agua. El dulce no me era necesario, ni podrí­a ingerirlo. Tení­a la mandí­bula apretada. Apenas una pequeña ranura dejaba pasar el agua. Bebí­, desesperado, parte del contenido de la garrafa y el resto hice que me lo vaciaran en la cara, para que me lavara la herida, casi desfallecido.
El médico dijo que la herida era mortal. El capellán estuvo a punto de darme la extremaunción… Entonces mis soldados me trasladaron a casa de una señora de apellido Berrnúdez, porque el tifus infectaba a los heridos en el convento y me hubiera terminado de matar. En mi nuevo alojamiento me trató el doctor Padilla, extrayéndome la bala a exigencia de mi tropa. Ellos me salvaron la vida.
¿Y cómo fue su convalecencia? 
Recuerdo que las madres del convento que me habí­an tomado afecto, me enviaban allí­ la dieta. ¡Qué tortas! ¡qué dulces! Y aquí­ viene lo curioso: una vez convaleciente, iba a almorzar al convento y la madre superiora, muy seria, me habló un dí­a así­: «Teniente, usted ha renacido en este convento, verdad?”, “sin duda, reverenda; de aquí­ me recogieron casi cadáver y aquí­ me comenzaron a curar, a Ud. debo cuidados que no sabrí­a cómo agradecer”. “¿Y por qué no deja Ud. la carrera y se hace fraile?” Casi me caigo de espaldas de la impresión. Tuve que contener la risa: “¡Yo fraile, madre! No soy digno de vestir los hábitos…”.
Hube de apelar a todos mis recursos oratorios para hacer desistir a la madre. La pobre sufrió un desencanto. ¡Ya me veía con cabeza rapada, capuchón y sotana!
Mariscal, ¿cuál ha sido la época más feliz de su vida? 
Los mejores dí­as de mi vida, durante mi juventud, por supuesto fueron los pasados en Arica, cuando estuvimos de guarnición, antes de la toma de Arequipa. Tuve gran partido entre las muchachas ¡me divertí­ mucho!
¿Mariscal, y el recuerdo más satisfactorio de su vida militar?
La campaña de La Breña, es, la página más honrosa de mi vida militar. No vacilo en proclamarlo yo mismo. Me enorgullezco de ella. Tengo muy presentes y me acompañarán hasta la tumba, todos los entusiasmos, todas las satisfacciones, todas las decepciones, y amarguras también, que experimenté durante esos tres años de constante batallar. Todos los que se agruparon a mí, para continuar la campaña y arrojar al odiado enemigo del país, aún después de los desastres de San Juan y Miraflores y la toma de Lima, rehuyeron ayudarme… Ambiciones, rencillas, pequeñas pasiones, todo se coaligó contra mí, que defendía la patria, cuando todos la dejaban abandonada al infortunio, el recuerdo de mis soldados y guerrilleros, el pueblo en armas, marchando entre punas y quebradas, airosos y bravíos, ellos fueron los grandes héroes anónimos que algún dí­a la historia reivindicará.
¿Cierto que el Kaiser, reconoció en Ud. al vencedor de Tarapacá? 
Claro. Fui a la audiencia que pedí­a en mi carácter de ministro del Perú y el Káiser avanzó hasta alargarme la mano: “Tengo el gusto de estrechar la mano al vencedor de Tarapacá, esa gran batalla ganada después del desastre de San Francisco”. El Rey de España cuando me conoció, me dijo: “Se conoce que Ud. ha combatido siempre de frente, general”. Aludí­a a la cicatriz que llevó en el rostro. Y el de Italia: “Celebro mucho conocer al general que tantas glorias ha dado a su paí­s”.

Fuente : RPP noticias
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"Dios nos ampare y la
Virgen reina nos libre de 
los traidores".


miércoles, 8 de abril de 2015

LA MILAGROSA BATALLA DE OTUMBA : 100 mil aztecas contra 400 españoles y el Apóstol Santiago


Fray Bernardino de Sahagún asegura en sus textos que cuando Cortés contempló las hordas de enemigos clamó que «los españoles entre tanto escuadrón indígena eran como una islita en el mar». Una leyenda fantasiosa ubica al patrón de España junto a los jinetes que dirigió el conquistador extremeño

En la llamada Noche Triste, el 30 de junio de 1520, Cortés y sus hombres se vieron obligados a huir desordenadamente de la capital azteca, Tenochtitlán, acosados por los aztecas, que les provocaron centenares de bajas y la mayor derrota de la Monarquía hispánica en sus primeros 50 años de conquista. Lejos de la malintencionada imagen de desbandada española –aparentemente provocada por la codicia de los conquistadores, más preocupados por recoger su oro que por salvar su vida– la Noche Triste fue pródiga en acciones heroicas y fue el prólogo de la batalla, una de las más desproporcionadas de la historia, que selló el destino del Imperio azteca.
Hernán Cortés, un hidalgo extremeño enviado a explorar la actual zona de México, aprovechó el odio de los pueblos dominados por el Imperio azteca para incrementar notablemente sus escasas tropas y avanzar en dirección a la capital mexica. Tras ser recibido de forma pacífica porMoctezuma II, el máximo líder azteca, el largo y tenso periodo que los españoles pasaron en Tenochtitlán, sin que pareciera que tuvieran intención de marcharse, terminó levantando al pueblo contra los conquistadores justo cuando Hernán Cortés regresaba de enfrentarse a una expedición arrojada por el gobernador Velázquez para obligarle a volver a Cuba. La noche se tiñó de sangre cuando los aztecas se abalanzaron sobre el convoy de carros que los españoles y sus aliados tlaxcaltecas formaban durante su huida de la ciudad.
ABC
Retrato de Hernán Cortés
600 españoles y cerca de 900 tlaxcaltecas fallecieron durante la huida o bien fueron apresados para satisfacer la interminable sed de sacrificios humanos de los aztecas. La mayor parte de los caballos murieron –solo veinte caballos quedaron con vida– todos los cañones se perdieron y los arcabuces quedaron arruinados con la pólvora mojada. Frente a la tragedia, el cronista Bernal Díaz afirma que a Cortés «se le soltaron las lágrimas de los ojos al ver como venían». Durante seis días el ejército español marchó sin rumbo fijo con las huestes aztecas a su espalda. No obstante, la fortuna fue propicia para los españoles, puesto que los aztecas se entretuvieron festejando la victoria y conduciendo a los prisioneros hacia los altares con parsimoniosa ceremonia, ofreciendo sus corazones a los dioses y devorando sus cuerpos.

La caballería europea marca la diferencia

El conquistador extremeño no desaprovechó el error de los aztecas, que estimaban que los españoles estaban completamente derrotados, y reorganizó sus escasas fuerzas buscando un terreno favorable. Cortés y sus capitanes, entre ellos AlvaradoGonzalo de Sandoval,Cristóbal de Olid y Juan de Salamanca, se plantearon como objetivo llegar a Tlaxcala, donde podrían reponer fuerzas y preparar mejor un contraataque si se veían acorralados. Para ello eligieron bordear el lago Texcoco por el norte. Hostigados por los aztecas y por el hambre, la marcha de los españoles dejó a sus espaldas nuevas bajas.
El sábado 7 de julio de 1520, la huida ya no fue una opción. Un gran contingente de guerreros mexicas y sus aliados de Tlalnepantla, Cuautitlán,Tenayuca, Otumba y Cuautlalpan alcanzaron a los españoles en los llanos de Temalcatitlan. La cifra de aztecas allí congregado es todavía hoy un tema de controversia, siendo posible que hubiera reunidos cerca de 100.000 guerreros (los primeros historiadores en estudiar la batalla calcularon 200.000), frente a unos 400 españoles y 3.000 indígenas aliados. Lo único irrefutable es la sensación de absoluta desproporción que provocó la visión del ejército azteca a Hernán Cortés. Fray Bernardino de Sahagún asegura en sus textos que cuando el conquistador contempló las hordas de enemigos clamó que «los españoles entre tanto escuadrón indígena eran como una islita en el mar. La pequeña hueste parecía una goleta combatida por las olas».
En la primera línea enemigas se situaron las cofradías militares del Jaguar y del Águila, fácilmente identificables por sus trajes a imitación de estos depredadores, y la nobleza azteca encabezada por Matlatzincatzin, el cihuacóatl (jefe militar), que veía en la contienda una forma de borrar de una vez a los españoles. Por su parte, los escasos cuatrocientos españoles formaron en una disposición típica en ese momento en Europa: los piqueros se colocaron tras los rodeleros,mientras los ballesteros formaban en los flancos dispuestos a cubrir a sus compañeros junto a los pocos afortunados que portaban arcabuces. Cortés contaba con dos únicas ventajas para enfrentarse a la oleada de enemigos: un pequeño grupo de jinetes capaces de marcar la diferencia con sus cargas al estilo táctico europeo y la escalofriante garantía de que los aztecas buscarían apresar vivos a todos y cada uno de los conquistadores para usarlos en sus rituales. Aquella garantía sirvió de excusa para aguantar hasta las últimas consecuencias.
Finalmente, fueron los jinetes castellanos encabezados por el propio Cortés los primeros en arremeter contra la marea, sorprendiendo a los aztecas. La fuerza de la galopada les introdujo en mitad del ejército enemigo antes de retroceder ordenadamente. El extremeño y su caballería repitió este movimiento, carga y huida, una y otra vez, mientras la infantería española recibía las primeras acometidas furiosas. María de Estrada, una de las pocas mujeres españolas que participó en la conquista de México, peleó junto a la infantería con una lanza en la mano «como si fuese uno de los hombres más valerosos del mundo».

Una carga al grito de «Santiago y cierra España»

Pese a las exitosas incursiones de la caballería, la desproporción de fuerzas causó que la infantería formada por españoles y tlaxcaltecas comenzara a retroceder lentamente. De hecho, el flanco protegido por los tlaxcaltecas estaba a punto de derrumbarse completamente cuando Hernán Cortés dispuso un plan para salir con vida de aquella encrucijada. Tras pasar varios meses en la corte de Moctezuma, el extremeño sabía que en Mesoamérica la muerte del general, e incluso la captura del estandarte del enemigo, se consideraba el fin del combate. También conocía el importante papel que estaba jugando Matlatzincatzin en aquella batalla, quien, bajo un enorme estandarte negro con una cruz blanca sobre fondo rojo, era fácilmente distinguible desde la posición española. Así, al grito de «Santiago y cierra España», Cortés se abrió pasó junto a cinco jinetes (Pedro de Alvarado, Alonso de Ávila, Cristóbal de Olid, Rodrigo de Sandoval y Juan de Salamanca) en dirección al jefe militar azteca. Según una leyenda fantasiosa que surgió poco después de la batalla, el Apóstol Santiago, patrón de España, también secundó a caballo la carga casi suicida, como se cuenta que había hecho en varias contiendas contra los musulmanes en la Península Ibérica.
ABC
Representación de la batalla de Otumba en el Lienzo de Tlaxcala
Antes de que la infantería pudiera detener la carga, los jinetes alcanzaron el estado mayor azteca y a Matlatzincatzin. El cihuacóatl vestía un traje de negro de pies a cabeza, con enormes garras en sus pies y manos y un yelmo imitando el aspecto de una serpiente. Pese a su aspecto tétrico, Cortés no tembló en derribarlo y Juan de Salamanca en darle el golpe final antes de apoderarse de su estandarte. Cuando los guerreros de la Triple Alianza vieron a los jinetes castellanos enarbolar el estandarte de su general, dieron la batalla por perdida y comenzaron ellos entonces una desesperada huida hacia Tenochtitlán. «Y con su muerte, cesó aquella guerra», escribió Hernán Cortés a Carlos I de España anunciando el desenlace de la batalla.
Los españoles y sus aliados indígenas se reorganizaron para atacar Tenochtitlán meses después. Un cerco de setenta y cinco días, donde la ciudad quedó muy diezmada por una epidemia de viruela traída por los europeos,marcó el final del Imperio azteca.

martes, 7 de abril de 2015

España no tuvo colonias, sino territorios de ultramar


«»

Fernando Balbuena revisa el proceso de independencia americana en una nueva conferencia de Amigos del País 

08.11.11 - 02:40 - 
El ciclo cultural 'España y la emancipación de la América hispana', que organiza la Sociedad Económica de Amigos del País durante este mes en el palacio de Valdecarzana, tuvo ayer su segunda cita en forma de conferencia.

En esta ocasión, el doctor en Ciencias Políticas y presidente de la entidad, Fernando Álvarez Balbuena, disertó sobre el tema titular, centrándose en aspectos de índole política y económica, incidiendo además en el papel ejercido por las potencias extranjeras y las sociedades secretas en el proceso.
Estos y otros aspectos fueron precedidos por una aproximación histórica que nace «en el año 1808, cuando Napoleón invadió España y trató de imponer a su hermano José en el trono español», señaló el politólogo. Con este motivo, una minoría de criollos, hijos de españoles asentados en América, «ven la oportunidad de independizarse de España en vistas a acrecentar sus negocios y su poder económico, bajo una coartada de libertad que esconde no pocos intereses políticos».
Balbuena partió de una idea que, en su opinión, «ha sido silenciada de modo continuo», y es que España «no tenía colonias en América, sino que eran territorios de ultramar cuyos habitantes tenían los mismos derechos que los peninsulares». Para respaldarlo, adujo que «la Constitución de Cádiz lo refleja inequívocamente en su encabezamiento, donde a todos los llama españoles de uno y otro lado del océano». A partir de ahí, «los indios, los mestizos y gran parte de los criollos eran fieles a Fernando VII, pero fueron los potentados quienes llevaron a cabo la independencia». En este sentido, el ponente lamentó «que se llame héroes a Simón Bolívar, José de San Martín o Bernardo O'Higgins, cuando su trayectoria es el puro ejemplo de lo que significa traicionar a unos y a otros».
Estos personajes «eran todos masones, y apoyados por logias del sur de España, de Inglaterra y de Estados Unidos, fueron obteniendo el apoyo económico que les permitió renovar el obsoleto armamento existente en ultramar». Tampoco fue ajeno «el hecho de que otro personaje como Rafael del Riego, también masón, impidiese de modo rocambolesco el envío de barcos de guerra al continente en la segunda parte del proceso emancipador, en la década de 1820».
De este modo, desde Argentina en 1809 hasta México en 1828 «se fue perdiendo esta parte del territorio aprovechando la debilidad interna de los virreinatos». Un proceso «largo, si lo comparamos con la independencia estadounidense», debido «a que la gran mayoría de súbditos quería seguir siendo española». Al desastre «no fue ajena la ineptitud del gobierno peninsular, que poco hizo por mantener unidos los territorios hermanos», concluyó el politólogo.