Fray Bernardino de Sahagún asegura en sus textos que cuando Cortés contempló las hordas de enemigos clamó que «los españoles entre tanto escuadrón indígena eran como una islita en el mar». Una leyenda fantasiosa ubica al patrón de España junto a los jinetes que dirigió el conquistador extremeño
En la llamada Noche Triste, el 30 de junio de 1520, Cortés y sus hombres se vieron obligados a huir desordenadamente de la capital azteca, Tenochtitlán, acosados por los aztecas, que les provocaron centenares de bajas y la mayor derrota de la Monarquía hispánica en sus primeros 50 años de conquista. Lejos de la malintencionada imagen de desbandada española –aparentemente provocada por la codicia de los conquistadores, más preocupados por recoger su oro que por salvar su vida– la Noche Triste fue pródiga en acciones heroicas y fue el prólogo de la batalla, una de las más desproporcionadas de la historia, que selló el destino del Imperio azteca.
Hernán Cortés, un hidalgo extremeño enviado a explorar la actual zona de México, aprovechó el odio de los pueblos dominados por el Imperio azteca para incrementar notablemente sus escasas tropas y avanzar en dirección a la capital mexica. Tras ser recibido de forma pacífica porMoctezuma II, el máximo líder azteca, el largo y tenso periodo que los españoles pasaron en Tenochtitlán, sin que pareciera que tuvieran intención de marcharse, terminó levantando al pueblo contra los conquistadores justo cuando Hernán Cortés regresaba de enfrentarse a una expedición arrojada por el gobernador Velázquez para obligarle a volver a Cuba. La noche se tiñó de sangre cuando los aztecas se abalanzaron sobre el convoy de carros que los españoles y sus aliados tlaxcaltecas formaban durante su huida de la ciudad.
600 españoles y cerca de 900 tlaxcaltecas fallecieron durante la huida o bien fueron apresados para satisfacer la interminable sed de sacrificios humanos de los aztecas. La mayor parte de los caballos murieron –solo veinte caballos quedaron con vida– todos los cañones se perdieron y los arcabuces quedaron arruinados con la pólvora mojada. Frente a la tragedia, el cronista Bernal Díaz afirma que a Cortés «se le soltaron las lágrimas de los ojos al ver como venían». Durante seis días el ejército español marchó sin rumbo fijo con las huestes aztecas a su espalda. No obstante, la fortuna fue propicia para los españoles, puesto que los aztecas se entretuvieron festejando la victoria y conduciendo a los prisioneros hacia los altares con parsimoniosa ceremonia, ofreciendo sus corazones a los dioses y devorando sus cuerpos.
La caballería europea marca la diferencia
El conquistador extremeño no desaprovechó el error de los aztecas, que estimaban que los españoles estaban completamente derrotados, y reorganizó sus escasas fuerzas buscando un terreno favorable. Cortés y sus capitanes, entre ellos Alvarado, Gonzalo de Sandoval,Cristóbal de Olid y Juan de Salamanca, se plantearon como objetivo llegar a Tlaxcala, donde podrían reponer fuerzas y preparar mejor un contraataque si se veían acorralados. Para ello eligieron bordear el lago Texcoco por el norte. Hostigados por los aztecas y por el hambre, la marcha de los españoles dejó a sus espaldas nuevas bajas.
El sábado 7 de julio de 1520, la huida ya no fue una opción. Un gran contingente de guerreros mexicas y sus aliados de Tlalnepantla, Cuautitlán,Tenayuca, Otumba y Cuautlalpan alcanzaron a los españoles en los llanos de Temalcatitlan. La cifra de aztecas allí congregado es todavía hoy un tema de controversia, siendo posible que hubiera reunidos cerca de 100.000 guerreros (los primeros historiadores en estudiar la batalla calcularon 200.000), frente a unos 400 españoles y 3.000 indígenas aliados. Lo único irrefutable es la sensación de absoluta desproporción que provocó la visión del ejército azteca a Hernán Cortés. Fray Bernardino de Sahagún asegura en sus textos que cuando el conquistador contempló las hordas de enemigos clamó que «los españoles entre tanto escuadrón indígena eran como una islita en el mar. La pequeña hueste parecía una goleta combatida por las olas».
María de Estrada peleó con una lanza, siendo una de las pocas mujeres en la expedición
En la primera línea enemigas se situaron las cofradías militares del Jaguar y del Águila, fácilmente identificables por sus trajes a imitación de estos depredadores, y la nobleza azteca encabezada por Matlatzincatzin, el cihuacóatl (jefe militar), que veía en la contienda una forma de borrar de una vez a los españoles. Por su parte, los escasos cuatrocientos españoles formaron en una disposición típica en ese momento en Europa: los piqueros se colocaron tras los rodeleros,mientras los ballesteros formaban en los flancos dispuestos a cubrir a sus compañeros junto a los pocos afortunados que portaban arcabuces. Cortés contaba con dos únicas ventajas para enfrentarse a la oleada de enemigos: un pequeño grupo de jinetes capaces de marcar la diferencia con sus cargas al estilo táctico europeo y la escalofriante garantía de que los aztecas buscarían apresar vivos a todos y cada uno de los conquistadores para usarlos en sus rituales. Aquella garantía sirvió de excusa para aguantar hasta las últimas consecuencias.
Finalmente, fueron los jinetes castellanos encabezados por el propio Cortés los primeros en arremeter contra la marea, sorprendiendo a los aztecas. La fuerza de la galopada les introdujo en mitad del ejército enemigo antes de retroceder ordenadamente. El extremeño y su caballería repitió este movimiento, carga y huida, una y otra vez, mientras la infantería española recibía las primeras acometidas furiosas. María de Estrada, una de las pocas mujeres españolas que participó en la conquista de México, peleó junto a la infantería con una lanza en la mano «como si fuese uno de los hombres más valerosos del mundo».
Una carga al grito de «Santiago y cierra España»
Pese a las exitosas incursiones de la caballería, la desproporción de fuerzas causó que la infantería formada por españoles y tlaxcaltecas comenzara a retroceder lentamente. De hecho, el flanco protegido por los tlaxcaltecas estaba a punto de derrumbarse completamente cuando Hernán Cortés dispuso un plan para salir con vida de aquella encrucijada. Tras pasar varios meses en la corte de Moctezuma, el extremeño sabía que en Mesoamérica la muerte del general, e incluso la captura del estandarte del enemigo, se consideraba el fin del combate. También conocía el importante papel que estaba jugando Matlatzincatzin en aquella batalla, quien, bajo un enorme estandarte negro con una cruz blanca sobre fondo rojo, era fácilmente distinguible desde la posición española. Así, al grito de «Santiago y cierra España», Cortés se abrió pasó junto a cinco jinetes (Pedro de Alvarado, Alonso de Ávila, Cristóbal de Olid, Rodrigo de Sandoval y Juan de Salamanca) en dirección al jefe militar azteca. Según una leyenda fantasiosa que surgió poco después de la batalla, el Apóstol Santiago, patrón de España, también secundó a caballo la carga casi suicida, como se cuenta que había hecho en varias contiendas contra los musulmanes en la Península Ibérica.
Antes de que la infantería pudiera detener la carga, los jinetes alcanzaron el estado mayor azteca y a Matlatzincatzin. El cihuacóatl vestía un traje de negro de pies a cabeza, con enormes garras en sus pies y manos y un yelmo imitando el aspecto de una serpiente. Pese a su aspecto tétrico, Cortés no tembló en derribarlo y Juan de Salamanca en darle el golpe final antes de apoderarse de su estandarte. Cuando los guerreros de la Triple Alianza vieron a los jinetes castellanos enarbolar el estandarte de su general, dieron la batalla por perdida y comenzaron ellos entonces una desesperada huida hacia Tenochtitlán. «Y con su muerte, cesó aquella guerra», escribió Hernán Cortés a Carlos I de España anunciando el desenlace de la batalla.
Los españoles y sus aliados indígenas se reorganizaron para atacar Tenochtitlán meses después. Un cerco de setenta y cinco días, donde la ciudad quedó muy diezmada por una epidemia de viruela traída por los europeos,marcó el final del Imperio azteca.
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